La sangre de Mariana corría
debajo de la puerta. Afuera, ellas lamían del suelo mientras unas a otras se
metían los dedos a la vagina. En la habitación, el hombre de la camara grababa cada
etapa del mutilamiento. Las manos. Los senos. Cómo eran devorados por los
perros. Una o dos cubetas con agua ensangrentada
quedarían de la pobre Mariana al limpiar el piso por la mañana. Los globos de
sus ojos, prendidos al tenedor del jefe de la mesa en el desayuno serán el
bocado final.
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