
Las gotas de lluvia caían intensamente, una tormenta se había adueñado de aquella tarde, las nubes cerraron el cielo y todo se volvió gris. Yo miraba a través del vidrio, personas corrían para escapar de aquella lluvia, un pequeño riachuelo se formó con la pendiente de la calle. Saqué mis manos por la ventana, la lluvia lavaba las heridas en mis muñecas pero la sangre seguía brotando, en cuestión de segundos el suelo se tiñó de un rojo pálido que se esparcía rápidamente. Me senté de nuevo en la mesa donde me esperabas tú, aún tenías en la mano la navaja suiza que me habías regalado, tu mirada tenía algo de tristeza, de vaguedad, de incomprensión y tal vez de indiferencia, no atiné a descifrar cuál de todas esas era realmente. El frío vino a mí. Te pedí que recapacitaras, pero de nuestro amor ya no quedaba nada. Me sentí débil por un momento y recargué la cabeza sobre la mesa, te miré con dificultad. No sentí cuando dejé de respirar. Lamiste mi sangre de la navaja y cortaste tu cuello, caíste hacia atrás asustada por la repentina expulsión de sangre de tu yugular, tu muerte fue mas rápida. Siempre supiste arreglártelas para no sufrir en la vida, hasta el último momento.
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