Nada parecía inmutarse, la luz de un día gris atravesaba la
ventana y sacaba de entre las sombras de la habitación una mesa de madera sobre
la cual, dos velas consumidas y un libro eran los únicos objetos que le daban
uso. Las sombras no dejaban ver nada más, así transcurrían los días, la noche
ocultaba la mesa, las velas y el libro, después el día los mostraba. Un día, un
hombre tocó y se asomó por la ventana buscando a alguien que pudiera responder,
al notar el vacío rompió la ventana, un olor a encierro le llegó de golpe,
encendió la luz, una joven sentada tras la puerta, maltrecha, con la mirada
perdida y a medio vestir lo volteó a ver, pero no reconoció a su padre, volvió
a su estado autista, olvidado, ausente, perdido, metió la mano en un frasco de
frutas secas y se llevó una a la boca, sin masticarla ni tragarla, solo la
retuvo y permaneció contemplando la nada. Su padre la cargó y se la llevó de
ese lugar, en la mesa de madera, quedaron las velas consumidas y el libro.
Mientras su padre encendía el auto lamentó haberla abandonado tanto tiempo en
aquella montaña, la locura había ganado.